Sepan aquellos que no estén al corriente, que el Roxy, del que estoy hablando, fue un cine de reestreno preferente que iluminaba la Plaza Lesseps. Echaban NO-DO y dos películas de ésas que tú detestas y me chiflan a mí, llenas de amores imposibles y pasiones desatadas y violentas. Villanos en cinemascope. Hermosas damas y altivos caballeros del Sur tomaban té en el Roxy cuando apagaban la luz. Era un típico local de medio pelo como el Excelsior, como el Maryland, al que a mi gusto le faltaba el gallinero, con bancos de madera, oliendo a zotal. No tuvo nunca el sabor del Selecto ni la categoría del Kursaal, pero allí fue donde a Lauren Bacall Humphrey Bogart le juró amor eterno mirándose en sus ojos claros. Y el patio de butacas aplaudió con frenesí en la penumbra del Roxy, cuando ella dijo que sí. Yo fui uno de los que lloraron cuando anunciaron su demolición, con un cartel de: «Nuñez y Navarro, próximamente en este salón». En medio de una roja polvareda el Roxy dio su última función, y malherido como King-Kong se desplomó la fachada en la acera. Y en su lugar han instalado la agencia número 33 del Banco Central. Sobre las ruinas del Roxy juega al palé el capital. Pero de un tiempo acá, en el banco, ocurren cosas a las que nadie encuentra explicación. Un vigilante nocturno asegura que un trasatlántico atravesó el hall y en cubierta Fred Astaire y Ginger Rogers se marcaban "el continental". Atravesó la puerta de cristal y se perdió en dirección a Fontana. Y como pólvora encendida por Gracia y por La Salud está corriendo la voz que los fantasmas del Roxy son algo más que un rumor.
Cuentan que al ver a Clark Gable en persona en la cola de la ventanilla dos con su sonrisa ladeada y socarrona, una cajera se desparramó. Y que un oficial de primera, interino, sorprendió al mismísimo Glenn Ford, en el despacho del interventor, abofeteando a una rubia platino. Así que no se espante, amigo, si esperando el autobús le pide fuego George Raft. Son los fantasmas del Roxy que no descansan en paz.