Hay un niño en cada hombre,
si no se quiere perderlo
y es él, quien siempre se asoma
al balcón de los consuelos,
quien nos devuelve los años
de niño de carne y huesos,
esos años de la infancia,
esos años de los sueños.
A ese niño en cada hombre,
que todavía conservo,
yo quiero decirle cosas
que a mis amigos no puedo,
hablarle pausadamente,
como si fuera un abuelo,
de las piedras del camino,
de lo malo y de lo bueno.
Quiero decirle, que andando
me he encontrado sin quererlo,
con seres que sólo hablan
el lenguaje de los cuervos,
que no les importa nada
más que su vientre y su sexo
y que son burla y el desprecio.
Quiero decirle a mi niño,
que no se quede con ellos,
ni tampoco con los otros
que están en el otro extremo,
a la espera de un milagro
sin hacer nada por ello
y que bajan la cabeza
al azote de los vientos,
con más temor que prudencia,
con menos asco que miedo.
Expertos en calcetines
aunque lleven agujeros,
que ni siquiera se atreven
a mirarse en un espejo.
Consumidores mediocres,
por los cielos de los cielos,
de la carrera asustada
de las liebres y los ciervos.
Quiero decirle a mi niño
que no se quede con ellos.
Porque hay otros seres
que son amigos del viento,
que ni conocen siquiera
el lenguaje de los cuervos
y que siguen adelante
como los buenos recuerdos.
Quiero decirle a mi niño,
que debe ser como ellos.
(nana)
No te duermas niño,
no te duermas, no,
yo te necesito
en mi corazón.
Hay un niño en cada hombre
si no se quiere perderlo
y es él quien siempre se asoma
al balcón de los consuelos.
Hay un niño en cada hombre,
que todavía conservo,
y a quien yo le digo cosas
como si fuera un abuelo,
y es él quien, al fin y al cabo,
me va mostrando el sendero.